Sólo quería sentarme, escucharme, saborear las entre líneas de muchas cosas. Escribir sin los delirios extremos del verbo fuerte...
Sin el mete, y el saca y todo lo demás. Rozando el tiempo con el espacio, con la paz del vuelo del tiempo eterno.
Porque no quería extremos, ni jodidos epicentros que lo arrastran todo.
Arrasar el momento con la delicadeza, sin el hábito de la víscera batida entre el poro y el arriquitaum.
Diez minutos de mi vida para mí.
Había pasado hora y media, la compra seguía en las bolsas y sólo me apetecía decir, menuda mierda porque el bite se había atascado y mi rol de madre se enrollaba entre la petición y el requerimiento. Y estaba bien que el gato quisiera cariño y subido al escritorio lo reclamara de forma ternura qué soy la mascota, hazme caso.
Pero yo quería tiempo para mí, para mí sola, diez jodidos minutos de mi vida, como esos que eran muchos más paseando por la playa a mi puta bola o fumando un cigarro en un banco de un parque mirando todo sin mirar nada.
El tiempo estaba imposible, caro, rápido y sin principios.
Así lo sentía, entre que escribía y pensaba a toda rapidez por la necesidad imperiosa de hacerlo, sin tan siquiera rozar los diez jodidos minutos que buscaba sólo y exclusivamente para escucharme.
Quizá entre unas cosas, las otras y aquellas de más allá; ellas todas por si solas se buscaran el hueco dónde dejarme transitar un ratito, un jodido ratito sin hacer nada más que escuchar la sencilla línea de un tránsito.
Ese mismo día el caos quiso atraparme.
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