De todas las cosas que no me odiaba, la sensibilidad era la más importante. Aquella empatía estúpida conseguía sacarme de todas mis casillas.
Entre el negro y el blanco siempre estaban los diez mil tonos del gris. Así me gustaba sentirlo para no tener que darme la razón.
Y me puse a pensar que lo más importante de un cuchillo es el filo.
Leía en una frase que pretender que la vida te trate bien por ser buena persona es la mayor de las ingenuidades.
Así pues, quizá ser una carente de escrupúlos mereciese la pena para todavía encontrarme más sola pero con el ego subido de tono, aquél de los inmortales. Quizá la sensación fuera más placentera.
La teoría era clara, dejar hablar a las neuronas aún teniendo que arrasar todo al paso, pero la práctica me descubrió que era imposible que el cerebro me latiese y sin corazón te mueres antes.
Los tres coma cero segundos que tardé en llegar a una conclusión me dejaron con el suspiro en rojo bermellón y sabiendo que si no tenía amor lo mejor era recrearse en placer. Tiempo efímero pero de espacio intenso.
Estaba dispuesta, no me dejaría avasallar ni por nada ni por nadie; por encima de todo estaba yo y el amor hacía mi persona. Y entonces el entre que me quería me intentaba suicidar.
Aquello tampoco funcionaba como debería pero hacía caso omiso.
Después descubrí el escribir por escribir dejando al margen, vergüenzas, acuerdos tácitos, prudencias, razones, motivos. El largo del etcétera más los puntos suspensivos me tendría dos horas escribiendo así pues que lo voy a dejar ahí.
Y otra vez el de repente me hace estar aquí. Intentado escribir algo que no es nada y el todo de estar aquí.
La intenligencia te hace llegar querer saber como se siente una persona antes de hablar con ella, otras a saber exactamente como son y otras que no lo son, a querer hablar sin más motivo que creer en la comunicación.