Y cómo no ha de doler, el dolor que embriagado por el odio tambalea la exquisita muestra de
dios, que colma quebradas de almas vacías
efímeras lágrimas en grandes palabras de corazones pequeños que quiebro tras requiebro
olieron el olor más espantoso.
Y ahora que la definición y el perímetro de las cosas, encumbran la realidad sin opción a equivocarse, que la muerte es el destino y el silencio el peor de los recuerdos, dime
hombre que amaste,
dime
que va a ser de ti con los rescoldos candentes del odio que te sembraron.
Es el destino de los hombres sin testimonio, que de cuerpos inertes y de grandes hazañas del corazón muerto, batallan verbos sin vida y anidan sustantivos de la sin razón.
Ellos que desquebrajados por el ego desmedido de su naturaleza, deambulan como péndulos colgados de los gritos inocentes,
que tras el eslabón que amordaza y al siguiente que ningunea, tiembla y se rompe.
Y que el tiempo, guarda inmortal, sempiterna y diva, florezca de arrebato e ínfula.
Y en la respiración del riego de su semilla, proceda un deleite que nadie pueda marchitar
de la conjugación del verbo odiar
y su no poesía.
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