Nos vestimos, elegimos y no nos sorprendemos.
Te conoces las manos, los pies, el rostro y el cuerpo y sigues caminando.
Vamos caminando, uno, dos y repetimos paso.
Y entonces me descubres, sentada en el tren, mirando el mundo lejana o en otra parte que existe.
Tú no me importas, no te conozco, no miro por la ventana, no miro nada. Observo, cuadriculo la mirada. Llevo la cámara guardada y voy pensando.
Me miras unos segundos. Los ojos no, los ojos no los mira nadie. Están vetados, dan vergüenza y motivos. No queremos motivos que ya tenemos razones, cada uno las suyas.
Voy caminado rodeada de desconocidos, miles de cosas metidas en cuerpos, me siento sola escuchando el silencio y oyendo el ruido.
Y en ese momento te doy la mano, y te miro los ojos porque estás a mi lado.
Y sigo en mi mundo, andando a tu lado, las risas, las miradas y la conversación.
Y ese silencio, con ese maldito ruido.
Los semáforos, la pisadas, el desparpajo, los que piden, los que compran, los que hablan, los que chillan, los que están, los que conducen. Y las iglesias ¿Qué me dices de las iglesias? Nada, entremos. Y entramos.
Mis minutos, tus minutos.
Salimos.
Y de repente, sin abracabra. Estoy aquí, y tu allí.
Unidos, separados, tangenciales, sintiendo, pensando y escribiendo.
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