No hay confusión ninguna, estoy dentro del coche, sujetando el volante pero mis manos enguantadas limpiaban el baño, menuda tarea tan ingrata.
El de atrás me mira, noto su mirada clavada en mi cogote molestándome, y en una rotonda me pita y mueve las manos, tío tranquilo que me estresas.
A la vez, mi cabeza y el peso de mi cuerpo, el gen mutado y toda su historia de quince años. El silencio, la extremada sensación de la caricia, las caricias, el génesis de la explosión sensorial.
Entre medias mucho tiempo, poco tiempo.
Un tiempo.
Preciso, conciso, determinado.
Un tiempo.
Preciso, conciso, determinado.
Y el tacto que nos alimenta, que nos renace (...) y la soberbia.
Esa estúpida mensajera sin talento que proclama a los vientos su causa, dedicando con ahínco su intención a la misera proclama del verbo suelto, qué no soporto, qué no puedo soportar, qué me aleja y ridiculiza el ego más erecto. Y me enfurece el ánimo y que pasa las horas sin ti, a los encajes de los residuos de unas más otras, más otras más, que se suman al recóndito eco de mi memoria, que retumban sin cesar a golpe de piel de su envite y de mi hueco.
(...)
Y la proclama del viento, que me arrulla la cuna del latido perfecto, en la punta de su boca, susurrando los secretos de mi amor en el goce de mi coño.
Sin vergüenza, al punto del exceso sublime.
Al tránsito perfecto de ser amada, copulada y palpitada.
En el silencio de ésta soledad acompañada que divaga...
La maravillosa sensación de ser algo más que una sutil diferencia en el ego de su perdición y en el prestigio de una mente que no alcanza a saber lo que un suspiro arranca y los dedos arrebatan.
Amor, mi amor.
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