o el otro, el justo y el necesario.
Siento.
Pienso.
En el concepto, me acojo a su definición, a ver si lo estiro y no lo rompo.
Mi voz, mi persona, mis extremos, mis defectos, mis anhelos, mi ser limitado por su forma y su capacidad.
Me ofrezco, me regalo.
Escogí.
Y llamo, no me alenta la disciplina mediocre de la no necesidad, de la supremacía del sentimiento contrario.
Es el que es y no ningún otro.
Renuncio al silencio como forma de necesidad de insistencia.
Si no hay voz o recurso, no hay reciprocidad, ni vínculo, no está lo que es, lo que debe ser.
No concibo el castigo, la falsedad o sus etcéteras como forma de su muestra, pues es lo contrario lo que ataca, lo que permanece y perdura.
Y el olor, el aroma, el tacto, y su impreso táctil, su sensación.
Se guarda, se refugia.
No se juega, ni se apuesta, no se vende. Se deforma, se vuelve inútil e histérico, pierde su definición en si mismo y se va.
Es una fórmula matemática simple que suma y multiplica, que no divide y resta porque entonces no es eso y es otra cosa, es tan sencillo que me siento estúpida explicando la poca complejidad del concepto. A su vez plena y pletórica, ilustrada de él y pragmática del mismo.
Es su química, su arriquitaum, su extremada fuerza.
Adoro de tal modo el concepto que huyo de confundirlo con lo contrario, incluso cortarlo, estrujarlo o mancillarlo porque entonces sería lo que no es.
Sublime que sea lo que es y no ninguna otra cosa.
Todo es cuestión del concepto.
Y si no está como deber ser.
No es.
Apuntado
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