Hoy es el día dieciséis mil cuatrocientos veinticinco de mi vida. Sólo me pregunto si cuando llegue el dieciséis mil cuatrocientos veintiséis tendré la certeza de si merece la pena confiar en las personas.
Sin adornos, quimeras, odios adheridos, amores tatuados, palabras llenas o vacías, rocambolescos alardes de inteligencias aprendidas y/o tonos neutros.
Incluso sin red social, dónde se fríen patatas, se empalman bálanos o se cuecen vidas a fuego lento con miedo a evaporarse, dónde el encuentro fortuito conlleva una razón.
Insomnios diurnos con jaquecas incluidas. Ilusión y una ligera libertad, amarga existencias, creyéndome libre clavada en una neurona.
Metáforas insospechadas que explotan de mis dedos, inyectadas por las agujas del tiempo sin demasiadas alegrías y con suficiente razón para buscarme un hueco dentro de mí y morir en décimas de segundos para volver a sobre/para/con. Vivir.
Si la inteligencia tiene un límite ¿Por qué no la estupidez?.
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