Es sábado, escribe su inspiración.
Ha dormido poco y mal, los pelos revueltos y la bata que la acaricia la hacen compañía en cada sorbo del café.
Todos sus amantes se han borrado de la memoria, no recuerda sueños eternos, ni ojos que la miran.
Un hombre pronunciado por su propia voz devora sus entrañas, le quiere pedir que la ame sin delirios, que comprenda exactamente cada milímetro cuadrado de su piel, su firme lealtad y su precisión extrema en el sentido que la ocupa.
Al otro lado de la pantalla, una anónima desdicha leerá el texto entre las ojeras verdes y los dedos muertos.
Nunca se encontraran, nunca se verán, nunca se sudaran los poros, aunque cada noticia impresa sea una alegría para sus motivos.
Se han cruzado tres veces en un semáforo y dos se han rozado el codo tomando café en el bar de la esquina.
Uno sueña con su pelo oscuro acariciando sus pezones, otro sueña con sus ojos miel en el centro de su pupilas.
Entre ellos no hay palabras mal dichas, sólo interpretadas. Se aman las letras y se sueñan el cuerpo.
Es lunes.
Llegan a casa, cenan sin ganas, encienden el ordenador y se vuelven a encontrar.
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